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Mario Villani paró el coche ante un semáforo en rojo cuando, de
repente, varios vehículos le rodearon y bajaron unas personas vestidas
de paisano. Le apuntaron a la cabeza con un arma y le trasladaron a uno
de sus coches.
“Fue un susto enorme. Primero pensé que me estaban asaltando, pero
enseguida me di cuenta de que me estaban secuestrando”, rememora ahora
para lainformacion.com uno de los 5.000 presos que pasaron por el mayor
centro de detención ilegal de la última dictadura argentina. Villani es
uno de los que sobrevivieron. Otros fallecieron, al parecer, en los
“vuelos de la muerte”, lanzados al mar.
“Yo estaba militando [políticamente] y una de las cosas que yo estaba
haciendo era denunciar los secuestros. El país era todo un gran campo
de concentración. Oponerse a la dictadura y hablar en contra era ponerse
en riesgo de pasarme lo que me pasó”, explica. Quienes le arrestaron le
acusaron no solo de “subversivo”, sino de “terrorista”. Su único pecado
había sido plantar cara al régimen del general ESMA.
Tenía 38 años y los siguientes cuatro años permanecería en hasta
cuatro centros de detención y tortura. Llegó con sus captores a la
primera cárcel ilegal sin poder comunicarse con su mujer, a la que no
volvería a ver en años. Permaneció encapuchado y “tirado en el suelo
durante meses” en el Club Atlético (reconvertido en prisión para los
opositores) antes de que le adjudicaran la tarea de hacer un resumen de
prensa diario para los oficiales que le torturaban.
Le trasladaron a un par de “campos de concentración” más hasta que
fue a parar a la ESMA, la Escuela de Mecánica de la Armada de Buenos
Aires reconvertida en la que hoy se conoce como la mayor cárcel ilegal
de la última dictadura argentina. Este miércoles se inicia en Argentina
el segundo juicio por crímenes de lesa humanidad cometidos en la ESMA.
“Para mí fue todo el mismo campo, visto desde la distancia temporal.
La ESMA también fue un campo muy duro, pero ahí vi la posibilidad de
salir porque había gente que había salido en libertad. En los otros, muy
poca había salido”, indica Villani.
En la ESMA torturaron a 5.000 opositores de la dictadura de Videla sin informar a sus familias
En la ESMA torturaron a 5.000 opositores de la dictadura de Videla sin informar a sus familias
Al llegar a la ESMA, permaneció encapuchado en un altillo junto a
otra quincena de presos que, como él, apenas podían moverse. No solo no
podían ver, sino que además estaban esposados y con grilletes en los
tobillos.
“Para ir al baño me tenían que llevar, iba arrastrando los grillos”,
recuerda. “Tenía que bajar las escaleras y más de una vez caí. Aparte de
los golpes de la caída, recibía los golpes que me daban por haberme
caído. Y si no me caía, los guardias que pasaban al lado se divertían
golpeándome”. A él y a todos sus compañeros, que solo podían retirarse
la capucha para comer o en el momento de hacer sus necesidades.
Cuando le trasladaron a una planta inferior, permaneció encapuchado y
su cama se reducía a una colchoneta de espuma de goma tirada en el
suelo, con una manta “maloliente, vieja y medio rota que se suponía que
servía de abrigo en invierno”.
Por fin llegó un momento de relativa libertad. Ya podía ver, caminar y
realizar tareas de nuevo. Dormía con otros compañeros en una zona con
camas y durante el día trabajaban en lo que les mandaran en “la pecera,
una especie de oficinas cuyas paredes eran transparentes para que
pudieran vernos”. Él pasó a hacer reparaciones, debido a su preparación
como físico.
Ya en El Banco (otro centro de detención) se había visto forzado a
reparar no solo equipos de electrónica inofensivos como radios o
tocadiscos, sino también el instrumento de tortura que utilizaban (la
picana). Cuenta que fue “muy duro” hacer eso, pero parece que no le
quedó más remedio.
“Originalmente me negué a hacerlo. Dije [a un oficial] que yo no
podía reparar un instrumento de tortura y pensé para mis adentros ‘aquí
me matan’. Pero este hombre fue más sutil: cuando estaban torturando a
una persona sin la picana, lo hacían con un cable conectado directamente
la corriente eléctrica, a un enchufe de la pared. Eso puede ser mucho
más mortal”, explica.
“Cuando el torturado entraba en coma y lo llevaban a la enfermería
para recuperarlo y seguir torturándolo, lo hacían pasar por delante del
taller donde yo estaba trabajando para que lo viera. Estaba produciendo
daños muy grandes, incluso la muerte”.
“Nos sentamos a la mesa con los dos represores y tomamos cerveza con mi esposa en una ‘amable’ reunión social”
“Nos sentamos a la mesa con los dos represores y tomamos cerveza con mi esposa en una ‘amable’ reunión social”
Un buen día, sin previo aviso, le llevaron dos hombres a su casa. Era
agosto de 1981 y desde su detención clandestina el 18 de noviembre de
1977, Villani solo había podido hablar con su esposa en dos ocasiones.
Ella sabía que algo iba mal, porque él había desaparecido sin más un
día y un mes después Mario se había encargado de explicarle por teléfono
en una suerte de mensaje en clave que había decidido iniciar una nueva
vida en el interior del país para dedicarse a sí mismo. “Imagínate la
sorpresa y el susto que se pegó mi entonces esposa [cuando nos vio
aparecer aquel agosto]“, comenta.
“Nos sentamos a la mesa con los dos represores, mi esposa fue a
comprar una botella de cerveza y estuvimos tomando una cerveza en una
amable reunión social. Y le dijeron a ella que si me comportaba
adecuadamente, después de un tiempo me liberarían”. E igual que
llegaron, se volvieron a ir.
Tuvo algún encuentro más de este tipo con su familia, hasta que poco a
poco le fueron dejando más libertad de movimiento. La primera vez que
se pudo quedar a dormir en casa no le pusieron vigilancia. No la
necesitaban, pues la amenaza velada que formularon fue más elocuente que
cualquier coche aparcado a la puerta: “Te puedes escapar, pero
encárgate de llevarte a tu familia”.
Era 1981 y “con el tiempo quedé en libertad, entre comillas”. No se
sintió realmente libre hasta que pudo testificar contra sus torturadores
en 1984 ante los tribunales.
Entre los números 8151 y 8416 de la larga Avenida del Libertador en
el norte de Buenos Aires, la Escuela de Mecánica de la Armada funcionó
como un “Centro Clandestino de Detención, Tortura y Exterminio” en los
años 70 y hasta que en 1983 cayera la dictadura, según atestiguan hoy
las organizaciones de Derechos Humanos argentinas.
Villani cree que el juicio que hoy se inicia contra unas decenas de
participantes en la dura represión de la ESMA “es un camino en la
dirección de la justicia”. Los hechos, las torturas y abusos están
reconocidos incluso por la ley argentina, que ha decidido destinar las
instalaciones de aquel lugar a un museo para la memoria. Lo que falta es
definir a todos los responsables.
“No es algo que lo decimos unos cuantos loquitos, para desacreditar
el sistema. Es el sistema el que lo está reconociendo. Es la importancia
fundamental de estos juicios, existió un proceso punible”, opina este
hombre cuyas arrugas en el rostro no son fieles a su vitalidad.
A sus 72 años, Mario Villani es un abuelo tuitero y feliz en Miami
Beach (Florida), adonde se trasladó hace ya casi una década tras su hija
y su yerno. Ni él ni Rosa Mari, su actual mujer, querían perderse la
infancia de sus tres nietos.
La rabia y el rencor quedaron atrás hace tiempo. “Estoy viviendo y
disfrutando algo que suponía que la acción de la dictadura iba evitar.
No lo lograron ni conmigo ni con tantos otros”.
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