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10 mayo, 2016

Sobre la #SociedadCivil

Guillermo Rodríguez Rivera

“Sociedad Civil” es un término que no estamos acostumbrados a manejar y, con cuyo uso, no nos sentimos enteramente cómodos. 

De la Revolución Cubana surgieron una pluralidad de instituciones y siendo –como éramos, o ¿todavía somos?– un país permanentemente amenazado por agresiones de todo tipo, no podíamos poner demasiado énfasis en la civilidad: aprendimos todos a ser soldados y pasamos por alto las burlas del enemigo. Cuando aparecieron las milicias, sus adversarios inventaron, allá por 1960, unos versitos para desacreditar la marcha de los milicianos, que decían: 

Uno, dos, tres, cuatro:
comiendo mierda y rompiendo zapatos.

Pero esos “comemierdas” cumplieron algunas funciones esenciales que la “lúcida” CIA no fue capaz de calcular. 

La Agencia empleó contra Cuba la estrategia exacta que había usado para derrocar al democrático gobierno de Jacobo Árbenz, que también había hecho una reforma agraria y había afectado los
intereses norteamericanos, pero en Guatemala existía el ejército tradicional que le pidió la renuncia al presidente. En Cuba, ese ejército había desaparecido: lo reemplazó el Ejército Rebelde pero, aún así, Fidel le entregó las armas al mismo pueblo para que defendiera sus conquistas. 

Los “técnicos” en contrarrevoluciones de la CIA calcularon que sus discípulos no tendrían obstáculos para vencer. Carlos Rivero Collado, quien fuera uno de esos expedicionarios, cuenta que uno de esos maestros le dijo a uno de los jefes de la Brigada 2506: 

Lo que usted tendrá que hacer es sacar la mano, hacer
la señal y seguir en su jeep hacia La Habana.

Pero los “comemierdas” le dieron una paliza militar a los expedicionarios de Playa Girón: los derrotaron y los apresaron en 66 horas. Como nos convertimos en soldados, no repudiamos para nada la jerga militar: brigadas, contingentes, campañas, puestos de mando, batallas, proliferaron en nuestra vida cotidiana, aunque casi siempre fuera civil. 

Aprendimos y practicamos el principio de todos los ejércitos: “la orden del jefe encarna la voluntad de la patria”, y esa unidad fue un innegable requisito para la salvación de la Revolución Cubana. 

La respuesta de nuestros dignos representantes en la Cumbre de la Sociedad Civil en Panamá, creo que tuvo que ver con el que ha sido el estilo clásico de la Revolución. No se trataba de opositores cualesquieras a la Revolución, sino de un agente de la CIA que llevó a Bolivia la orden de asesinato de un prisionero que es, a la vez, un hombre excepcional, venerado para los cubanos revolucionarios, cuyos hijos afirman que quieren ser como él; y de un disidente que no tiene empacho en fotografiarse junto al terrorista –condenado en Venezuela bajo el gobierno de Carlos Andrés Pérez, de cuyas cárceles es prófugo– que ordenó el asesinato del equipo juvenil cubano de esgrima, colocando una bomba en un avión civil en vuelo, y de otras personas –hasta 73– que no tenían otra culpa que pensar de manera diferente a la suya. 

Hay quien dice que esa representación derechista de la sociedad civil –que son más bien miembros de la AADJ ( Asociación de Asesinos Derrotados y Jubilados)– la organizó la ya envejecida captora de Elián González, Ileana Ros Lethinen, para sabotear el encuentro de Raúl y Obama. 

Independientemente de sus resultados, creo que nuestra delegación a la reunión de la “sociedad civil”, implementó una suerte de “respuesta rápida” que es a la que hemos estado habituados y, por ello, la que mejor conocemos. 

Cuando se ha recopilado el montón de opiniones vertidas sobre el asunto, incluyendo las de Ravsberg y todas las contrarrespuestas, me parece que falta una esencial: la opinión de ese intachable revolucionario y lúcido hombre de pensamiento, que es Aurelio Alonso. 

Aurelio señala: 

Comparto la opinión de que, una vez allí,
los representantes cubanos que viajaban
para asistir a ese foro específico no tenían
otra opción que pronunciarse del modo en que
se pronunciaron, y para mí está fuera de duda
que, en cualquier caso, la oportunidad de defender
la revolución es la opción honorable. Pero trato
ahora de saber hasta qué punto lo que se hizo,
además de un honor, fue también un acierto.

Aurelio descarta la posibilidad de que los personajes contrarrevolucionarios que asistieron hayan llegado allí con el ánimo de dialogar:

Hasta los diseñadores de la dramaturgia del
imperio se percatan de que para extremar la
marca de lo intolerable no basta con sentar
en el lugar al asesino del Che sino que llega a
exhibirse su foto con el cadáver; y para destacar
al «opositor», lo retratan con el terrorista. ¿Alguien
puede tener la ingenuidad de creer que se buscan
reconciliaciones?

Entre los numerosos participantes en la polémica, hay quien piensa que la única opinión digna de ser escuchada es la de la sociedad civil cubana identificada con la Revolución. Aurelio advierte que en los momentos que se avecinan no podríamos pretender el acuerdo absoluto con nuestras opiniones. Señala que una de nuestras tareas teóricas y políticas es la

de encontrar el umbral de tolerancia plausible
para el disenso. Puede definirse, con Rosa Luxemburgo,
como la pertinencia del espacio de quien disiente.

Nuestro presidente ha instado a que aceptemos la opinión del que piensa diferente de nosotros pero, sobre todo, ha alertado contra lo que ha llamado “la falsa unanimidad”. Esa aceptación de los criterios sin pensarlos, sin debatirlos, a mí me parece tremendamente peligrosa, porque suele convertirse en norma de la conducta. 

Yo estuve unas cuantas veces en la Unión Soviética: estuve bajo el gobierno de Brezhnev, bajo el de Andrópov y finalmente bajo el de Gorbáchov. Era un gran país y era un pueblo de gente buena y valiente. 

Medité mucho no por qué cayó el socialismo, sino por qué –en un país donde no había propiedad privada desde décadas atrás– aparecieron de pronto millonarios que marcaban los destinos del estado y, sobre todo, por qué nadie –ni un militante del partido, ni un komsomol, ni un stajanovista, ni un poeta, ni un recordaste olímpico, ni un gran maestro de ajedrez, ni un secretario ideológico del PCUS, nadie– se opuso al desastre que sobrevino con Boris Yeltsin. ¿Saben por qué? Porque era un pueblo enseñado a obedecer, a aceptar sin pensar lo que disponían los niveles superiores. Cuando el nivel superior dijo: “Se acabó el socialismo”, eso era ley, eso no se pensaba. Los dirigentes se repartieron la riqueza creada por más de 70 años de trabajo del pueblo soviético. 

Yo creo que tenemos un pueblo muy inteligente y, sobre todo, curtido en materia política. 

Desde hace tiempo he reclamado para nuestras elecciones generales, donde seleccionamos a los integrantes de la Asamblea Nacional del Poder Popular, un número mayor de candidatos de los que debemos elegir, pues en la actualidad es la comisión de candidatura la que elige los diputados cuando los postula: los electores no hacemos otra cosa que ratificarlos. Y no me basta leer una biografía intachable, porque todos los candidatos la tienen, pero no es suficiente: quiero saber también qué se propone hacer el diputado cuando resulte electo. 

Ya comprendimos que un atleta de alto rendimiento, en cualquier disciplina, tiene que dedicarse a ella como un trabajo. Tenemos que comprender que los diputados a nuestra Asamblea deben asumir profesionalmente ese trabajo y tener una sola reelección. Deberán ser muchos menos, para que el país pueda asumir el desembolso en sus salarios. 

Creo que ello nos dará un aparato de gobierno más eficiente, imprescindible para el encauzamiento de nuestra sociedad civil. 

[1] Estas ideas debieron discutirse en un más estrecho grupo de compañeros. Como no pudo ser, las entrego ahora al mucho más amplio espacio de los lectores de Segunda Cita.

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