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16 julio, 2014

Yo Pertenezco a la Casta

Ibn Asad

Debatir sobre política en España se reduce (y siempre se ha reducido, admitámoslo) al arte de la eufemia y de la infamia; un partido de tenis consistente en difamar con discursos que suenan a otra cosa mientras se restan las bellas palabras servidas. Eso es, en definitiva, un debate político que no sólo es que se fundamente en la palabrería más hueca, sino que dicho “debate” resulta ser, en sí mismo, un eufemismo neto: nadie debate nada.

Y en esa simulación circense del blablablá en la que todo es bluf, las voces aparecen y desaparecen al último grito del mal gusto; en los últimos meses (y con seguridad en los próximos) la palabra de moda está siendo y será “casta”. “Ser de la casta”, “pertenecer a la casta”, “hacerse de la casta”… Decir “casta” es in hasta que la imposición de la prensa rosa-política y la sepia-económica digan otra cosa. El término fue una invención no de Pablo Iglesias Turrión como se piensa, sino de una Extrema Izquierda italiana en la que el líder de Pokémon se inspira constantemente rozando el calco, la copia o hasta el más descarado plagio. El caso es que la palabra ya se encuentra en circulación y su uso está en boca de los portavoces de los grupos de poder españoles, tanto periodísticos como políticos. Y cuanto más se usa, más se obvia la solemne gilipollez que hay detrás del término.

Y digo detrás, porque dentro de ella no hay nada: “casta” es el enésimo eufemismo que define a brocha gorda al enemigo a eliminar por parte de la fuerza autoritaria de turno (en este caso, la venidera). Las fuerzas inquisitoriales (y no importa de qué sesgo: fascistas, comunistas, anarquistas, religiosas, ateas… las que sean) siempre necesitan un saco donde meter a todo aquel que amague con delatar los abusos del poder. Las listas negras necesitan una etiqueta, un encabezamiento aún más negro, siempre en negrita. Al autoritarismo le gusta marcar una línea difusa que amenace a los individuos con voluntad de quedarse en el otro lado. Porque las cazas de brujas precisan de un grito, no de guerra, sino de denuncia: ¡Bruja!


En España, en los próximos años, esta palabra gritada será "casta". En la última década, desde 2001, a nivel global (no sólo en España sino en todo el mundo) la palabra arrojadiza fue (y por supuesto seguirá siendo durante la dictadura mundial del ZOG) la voz “terrorista”. Basta que alguien señale a otro al grito de terrorista, para convertir la vida de ese señalado en una tortura del averno dantesco. Puesto que no son necesarias pruebas para condenar al ostracismo: basta con un dedo índice y una palabra gatillo. Durante el franquismo fue la palabra “rojo”. Para el nacional-catolicismo fue “ateo”. Para el Comunismo fue “burgués”. Para los norteamericanos fue “los rusos”. Para los talibanes fue “los infieles”. Toda corrupción de poder busca unos cabrones expiatorios sin más cohesión de rebaño que una palabreja vacía de contenido. En vista de lo que se está desarrollando en España para los próximos diez años, esta función aglutinante la desempeñará la palabra “casta”. Porque con conocimiento de la auténtica causa y el efecto poderoso de este concepto tradicional, lo que está ocurriendo ahora mismo en España (y de forma paralela, en otros lugares del mundo) es el colapso de la tiranía de la casta de los comerciantes y el advenimiento de otra tiranía aún peor si cabe: no es ninguna Dictadura del Proletariado al uso teórico marxista, no se trata del gobierno de los trabajadores, los obreros, los esclavos… es otra cosa, nueva, inédita en la Historia y con función epilogal de la misma: la venganza final de los dalits, la tiranía de los descastados.




Con propiedad: Casta es la versión visigoda-germánica (Kasta) derivada de la indoaria sánscrita Varna, concepto que no se deja aprehender desde posiciones sociológicas. La casta no es una “clase social” al modo de Marx o Weber, ni guarda relación con ese palabrejo de la “posición socio-económica” de los modernos. Varna es, en definitiva, la “cualidad” (el “color” ) del nacimiento de un ser humano, la configuración vital a través de la cual un individuo se relaciona con su comunidad. No es una raza biológica ni una clase social; es la cualidad espiritual del individuo. Es decir: ese individuo puede nacer en una familia de millonarios y después puede vivir como pobre y morir en la miseria… no importa: seguirá perteneciendo a una casta determinada. Casta es, en su sentido eminente, nuestra predisposición innata a la plenitud y el desarrollo, desde unas coordenadas vitales que conviene conocer. No a través de una “conciencia de clase” (concepto marxista que extrapola el “pecado original” judeocristiano) sino de una autología délfica, un severo examen personal, una toma de conciencia de nuestra identidad espiritual. Eso es, de veras, la Casta: el “qué hacer” de Ortega y Gasset, nuestro “pie forzado” del poeta que somos.

Hay dos modos de estar fuera de las castas: uno, escaso, a través de su límite superior, como “liberado en vida”; y otro, hoy mayoritario, a través de su límite inferior, como hombre-masa infrahumano. Hablar sobre el primer modo ha perdido su sentido pues las circunstancias actuales no permiten esa transcendencia superior de nuestras condiciones existenciales. Es cierto que en todas las sociedades ha habido jivanmuktas, liberados en vida, dentro de los más diferentes contextos sociales y profesiones. Incluso durante el S.XX hubo, aun con cuentagotas, individuos que trascendieron, también fuera del anonimato (tal y como suelen darse). Quizás cada sociedad tuvo al menos un jivanmukta durante el S. XX; por ejemplo, la española tuvo a Salvador Dalí; la alemana tuvo a Carl Orff; la italiana tuvo a Julius Evola; la francesa tuvo a Auguste Rodin; la bohemia tuvo a Rainer Marie Rilke… y la norteamericana tuvo al que yo considero la última manifestación no-anónima de jivanmukta: Bobby Fischer, el espíritu de influencia más incomprendida y poderosa del mundo en el que aún vivimos. Después del Grandmaster de Chicago, las puertas de la trascendencia se han cerrado.


Con la vía trascendente cerrada, sólo resta un modo de no pertenecer a la casta: por la vía inferior, a través del embrutecimiento. Son los descastados que hoy son mayoría y que gobiernan desde la misma, absoluta o relativa. La tiranía del número que crece en una secuencia con tendencia a un infinito inalcanzable. Esta masa paria de nuevos ricos, horteras, intelectuales, universitarios, demócratas, urbanitas y mariquitas, son los que se alzarán como “clase gobernante” cuando los usureros acaben de chupar la poca sangre que ya resta en las venas de una humanidad desvitalizada. Es la Dictadura Final de los dalits. Desconfía de todo aquel que hable de “trabajo” sin haber cogido en su acomodada vida una azada, y mucho menos, ninguna hoz ni ningún martillo. Pertenecer a una casta supone, antes de cualquier privilegio, aceptar el deber, el rigor, la severidad, la disciplina, el sacrificio, la contención, la austeridad, la firmeza, la responsabilidad, el esfuerzo, la pureza, la lealtad, la dureza. Todo esto (tan poco de moda hoy) es pertenecer a la Casta. Y yo pertenezco a la Casta, la mía, aquella cuyo menester no es otro que a través de mi arte, hacer la guerra.

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