Respuesta de Silvio Rodriguez a Rubén Blades
Las verdaderas revoluciones son siempre
difíciles. Che Guevara sabía algo de eso y decía que, en las
verdaderas, se vence o se muere, porque una revolución no es una
tranquila, pacífica obra de beneficencia, como cuando las encopetadas
damas de la alta sociedad salen a hacerle caridad a los que no tienen
justicia.
Una revolución es un vuelco, una ruptura, un abrupto cambio de
perspectiva. Es cuando los oprimidos dejan de creer en que los que
mandan –los que los oprimen– tienen la verdad de su lado, y piensan que
el mundo puede ser diferente de como ha sido hasta entonces.
Pero claro que los opresores no se resignan a abandonar sus posiciones
de dominio y luchan a vida o muerte por ellas, aunque aparentemente, los
“otros” sean sus connacionales: enseguida se enajenan de la mayoría del
pueblo, porque las revoluciones –no los golpes de estado– siempre son
obra de la mayoría.
En un respetuoso diálogo con el presidente venezolano aunque no tanto
con sí mismo, el cantautor Rubén Blades, hace años uno de los
abanderados de la canción social en América Latina, expone su concepto
de revolución:
Para mí, la verdadera revolución social
es la que entrega mejor calidad de vida a
todos, la que satisface las necesidades
de la especie humana, incluida la necesidad
de ser reconocidos y de llegar al estadio
de auto-realización, la que entrega oportunidad
sin esperar servidumbre en cambio.
Eso, desafortunadamente, no ha ocurrido
todavía con ninguna revolución[1].
Ni va a ocurrir en ninguna revolución verdadera, Rubén. No era sino la
voluntad de mejorar la calidad de vida de la gente lo que inspiró la
Reforma Agraria cubana, que entregó parcelas a miles de campesinos sin
tierra y, esencial para procurar mejor calidad de vida, fue la
alfabetización cubana de 1961, –porque no hay autorrealización sin saber
leer– pero enseguida llegaron la invasión de Bahía de Cochinos y el
bloqueo económico que es repudiado cada año en la ONU, aunque acaba de
cumplir 52.
Me fascina esa idea de que una revolución social “satisface las
necesidades de la especie humana”, y claro que eso solo lo hace una
revolución cuando se la ve históricamente: no habría democracia ni
derechos humanos sin la prédica de los iluministas: sin Voltaire,
Montesquieu, Rousseau, pero los que llevaron adelante esas ideas en la
práctica social, los que las impusieron como “necesidades de la especie
humana” –Danton, Marat, Robespierre , porque las monarquías gobernaban
por derecho divino– guillotinaron a la aristocracia francesa que se
rebeló contra ellas, la aristocracia que ahogaba en sufrimientos, en
miseria los derechos de lossans culottes, acaso los que Evita Perón
llamó en su momento “los descamisados” y Martí “los pobres de la
tierra”.
El tiempo ha pasado, nos recuerda Blades, pero los derechistas
venezolanos llaman “los tierrúos” a esos pobres sin zapatos que ellos
explotan en el siglo XXI. Es imposible que una revolución haga felices a
los dos grupos, porque la revolución va a dar justicia, y hacer
justicia no es una fiesta de cumpleaños.
Es decir que nunca ha habido una revolución social como entiende Blades
que debe ser. ¿Será que él no sabe lo que es una revolución social?
Según se deduce de lo que escribe, no lo la sido ni la inglesa, ni la
francesa, ni la rusa, ni la mexicana, ni mucho menos la cubana que
lideró Fidel Castro. Presumo que tampoco la venezolana de hace
doscientos años, pese a que Blades escribe de esa Venezuela que ama como
“el pueblo de Bolívar”. Y ¿qué hizo el Libertador? ¿Una tranquila y
plácida obra de bienestar social? No gritó Patria o Muerte, sino que
firmó un decreto de guerra a muerte para los enemigos de la patria, que
eran los de la revolución.
Blades no sólo lo proclama ahora en esa respuesta a Maduro, sino que lo
cantaba en sus canciones latinoamericanistas: “de una raza unida, la
que Bolívar soñó”. Entonces, ¿el intento de realizar el sueño de Bolívar
no es el proceso integrador que emprendió Chávez, y que enfrenta a un
imperio que nos quiere divididos, sino que únicamente servirá para mover
el culo bailando salsa? Y cantar a voz en cuello: “A to’a la gente allá
en los Cerritos que hay en Caracas protégela”. A “to’a esa gente” la
protegen, además de María Lionza, los médicos de Barrio Adentro, porque
esos que gritan y agreden en las calles no se ocuparon jamás de la salud
de los venezolanos humildes.
Tal vez fue María Lionza la que los mandó a bajar de los Cerritos,
cuando el golpe de estado de abril de 2002, para sitiar el ocupado
palacio de Miraflores y exigir el regreso del presidente que habían
elegido. No te dejes confundir, Blades, “busca el fondo y su razón”, y
trata de entender las revoluciones de la historia, no las que soñamos
para tranquilizarnos.
Para Blades, el programa político del chavismo “obviamente no es
aceptado por la mayoría de la población”. Lo que quiere decir que la
mayoría que eligió a Maduro, no lo es. Blades ignora las 18 elecciones
ganadas por el chavismo y el casi 60% de votantes que el PSUV obtuvo en
las elecciones de diciembre –que la derecha dijo que sería un
plebiscito– y declara mayoría a los representantes de la vieja derecha
derrocada por Pablo Pueblo, porque ese hombre –nos recordó
Neruda– despierta cada doscientos años, con Bolívar.
Me recuerdo a mí mismo, en los años setenta, en el antiguo apartamento
de Silvio Rodríguez, con su puerta negra en la que había golpeado el
mundo, descubriendo los primeros trabajos de Rubén Blades con la
orquesta de Willy Colón. Nos encantábamos de encontrar una salsa
patriótica, “La maleta”, aunque sabíamos que no eran ideas unánimes
entre los latinoamericanos. Ninguna idea hondamente renovadora consigue
apoyo unánime, al menos cuando aparece: el poder establecido –eso que
los norteamericanos llaman stablishment–tiene muchos resortes, muchas
maneras de “convencer”, de imponer sus intereses, y sabe que son pocos
los que no ceden ante ellos.
Una cosa es cantar y otra vivir lo que se canta, y cantarlo en todas
partes. Tengo vivo el recuerdo de ese extraordinario salsero que es
Oscar D’Leòn, cantándole, en los años ochenta, a un público cubano que
lo adoraba, que llenaba un coliseo de 15 mil localidades para escucharlo
y cantar con él. Lo recuerdo feliz, arrojándose al suelo del aeropuerto
de La Habana para besar la tierra de la isla al partir y, a las
semanas, lo vi abjurando de su viaje a Cuba, cuando los magnates del
disco en el Miami contrarrevolucionario, lo acusaron de comunista por
cantar en La Habana, y amenazaron con cerrarle todas sus puertas, que
eran también las más lucrativas de su realización como artista.
Oscar sabía que esa derecha, esa burguesía –y mucho menos el poder
imperial que tenían detrás– no bromeaban: a Benny Moré, que era el mejor
cantante de América Latina, la RCA Víctor no le grabó un disco más
cuando decidió quedarse a vivir y a cantar en la Cuba revolucionaria.
Todo me lo explico, pero tengo la tristeza de que ya no podré escuchar a
Rubén Blades como ese cantor de nuestra América que quiso ser.
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